Ayer cuando partías, pude comprender la inmensidad de lo que siento por ti.
Comprendí que te amo, tal vez demasiado. Ayer cuando partías, cuando te di el beso de despedida. Cuando me dijiste chau con tu brazo en alto. Comprendí porque un niño se aferra a su madre. No es el cuerpo lo que los une, sino el alma. Ayer cuando partías, hubiera querido permanecer abrazado a ti, que no te marcharas o hubiera marchado contigo, para no estar contando las horas de tu regreso. Para no encontrarme sola y vacía.
Hoy no estaría inquieta e impaciente. Navegando en un mar de tristeza, nada me alegra. Estas cuatro paredes son como barrotes de prisión a mi naturaleza.
Ayer cuando te fuiste, comprendí que me cortaste las alas. Que borraste el mapa de mi ciudad. Que solo dejaste en mi tu imagen, tu nombre y tu dirección.
Ayer cuando te fuiste, hiciste brotar de este seco manantial borbotones de amor por los poros de su piel. Ayer cuando te fuiste, te olvidaste y dejaste encendido mi corazón. Lo dejaste sintonizado al tuyo y hoy marcha al compás de tu corazón.
Ayer cuando te fuiste, esa loca alegre que tu conoces enfermó de tristeza en el andén. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Aun así, con su mirada empañada, no perdió de vista ese coche hasta que dobló aquella esquina.
Ayer cuando te fuiste, me envolví en el perfume que dejaste en mi habitación. Me abracé a tu almohada y… me dormí.
Ayer cuando te fuiste, te llevaste mi brújula, y hoy no tengo otro camino más que aquel que me lleva de casa al andén. De donde partiste… ayer.