«Ven para acá», me dijo dulcemente
mi madre cierto día;
aún parece que escucho en el ambiente
de su voz la celeste melodía.
«Ven y dime, qué causas tan extrañas,
te arrancan esas lágrimas, hijo mío,
que cuelgan de tus trémulas pestañas
como gota cuajada de rocío.
«Tú tienes una pena y me la ocultas;
¿no sabes que la madre más sencilla
sabe leer en el alma de sus hijos
como tú en la cartilla?
«¿Quieres que te adivine lo que sientes?
Ven para acá, pilluelo,
que con un par de besos en la frente
disiparé las nubes de tu cielo»
Yo prorrumpí a llorar… «Madre, le dije,
la causa de mis lágrimas ignoro;
pero de vez en cuando se me oprime el corazón, ¡y lloro!»
Ella inclinó su pensativa frente,
se turbó su pupila,
y, enjugando sus ojos y los míos,
me dijo más tranquila:
«Llama siempre a tu madre cuando sufras,
que vendrá, muerta o viva;
si está en el mundo a compartir tus penas,
¡y si no, a consolarte desde arriba!
Y lo hago así cuando la suerte ruda
como hoy perturba de mi hogar la calma;
¡invoco el nombre de mi madre amada,
y entonces siento que se ensancha el alma!